Ficolandia en la Medalla Milagrosa School Barranquilla alias la “Peligrosa”: Montadera, Pastelitos y Bacanería

Todos pasamos por el colegio: nos quejábamos de las tareas, de los profesores, del uniforme y de ese compañero jodón que tenía un Ph.D. en joder la vida ajena. En mi época, a eso no le decían bullying, le decían “montadera”, un deporte de alto rendimiento en el Caribe donde el que pestañeaba, perdía. La montadera no discriminaba: te caía por feo, por bonito, por burro, por inteligente, por gordo, por flaco, por no saber bailar o simplemente por existir. Y sí, me la montaron, yo también la monté y hasta me quejé de la montadera. Pero lo peor no era eso… lo peor era que los profesores también tenían su montadera propia, disfrazada de exámenes sorpresa, tareas interminables y trabajos absurdos. Y para rematar, en mi época no existía ChatGPT para salvarnos, el único salvavidas digital era la legendaria Encarta, esa enciclopedia que, si tenías suerte, venía instalada en el computador. Si no, tocaba comprar el CD pirata en San Andresito a 10 mil pesitos, o si negociabas bien, a 5.000.

Las clases de educación física eran mi momento favorito… hasta que el profesor soltaba la temida frase: ”¡Denle vueltas al parque La Electrificadora!”. Ahí sí me quejaba, me escondía y esperaba a que la clase terminara, mientras el profe nos gritaba ”¡No tienen físicooo!”. Lo chistoso es que, después de viejo, ahora disfruto correr y me conocen como el “runner del pasito tun tun”. Ironías de la vida.

Y que decir de clases de filosofía con la vieja Nelsy eran otra prueba de supervivencia. Con su cara de amargada y la precisión quirúrgica con la que lanzaba el borrador, esa señora nos mantenía firmes y atentos. Pero lo curioso es que, cuando llegábamos a undécimo, se convertía en nuestra llave. Ahí nos dábamos cuenta de que no era tan mala, solo estaba programada para hacernos sufrir hasta que estuviéramos listos para el mundo real.

En ética y valores, el protagonista era el legendario Justo, el Injusto, un man que hacía honor a su apodo. Pero lo mío no era con su materia, mi karma eterno era “Disciplina”, una materia que ni siquiera aparecía en el boletín, pero que yo fielmente tenía que recuperar cada diciembre. Llegar tarde al colegio era mi deporte extremo, y mi castigo anual era pasar las vacaciones escribiendo el manual de convivencia junto a otros expertos en la materia. Ahí sí aprendí lo que es la resiliencia… y a escribir en letra pegada.

Ahora, la tienda del colegio era otro nivel. La señora Fabiola era un amor, y si no estoy mal, yo era su favorito. Siempre me guardaba mi pastelito de pollo con manzana Postobón, acompañado de un par de Frunas y mentas para pasarlo. Y cuando no tenía plata, me fiaba hasta fin de mes. Eso sí era bacanería en recreo, sobre todo en esos 45 minutos de caos, empujones y una estampida humana que se formaba alrededor de la tienda. Había que comer, joder y sobrevivir en tiempo récord.

Hoy, 19 años después de graduarme, miro atrás y solo puedo pensar en lo brutalmente feliz que fui en ese colegio. Recuerdos tengo muchos, amigos un montón, pero los verdaderos, los que se convirtieron en hermanos, esos sí los cuento con los dedos de las manos y me sobran dedos. Nos alcahueteábamos todo, si caía uno, caíamos todos, y hasta los profesores se rendían con nosotros.

Hasta con el profesor de inglés, “Mr. River”, nos las ingeniábamos. El man se las daba de duro, pero el curso era experto en hacer que tirara la toalla. Y bueno, de inglés no aprendí ni un carajo.

Las dueñas del colegio, Alicia y Olguita, eran unas leyendas vivientes. Nos inculcaron la ortografía (aunque mi letra todavía parece una clave secreta de la NASA), la fe en la Virgen Milagrosa, y unos valores que con los años uno aprende a valorar. Más de 100 años tenían y seguían yendo al colegio a poner orden. Eso sí era disciplina.

Así que, a las generaciones de ahora: ¡No se quejen tanto del colegio! Están en la época más bacana y divertida de sus vidas. Después viene la vida adulta y ahí sí se jode la vaina: los achaques, el insomnio, las preocupaciones, el trabajo… mejor ni les sigo contando.

Si pudiera retroceder el tiempo, sin duda volvería a esos años gloriosos y los repetiría sin pensarlo dos veces. Porque si algo es cierto, es que en el colegio fuimos genuinamente felices.

PD: PD: Ah, y pa’ cerrar con broche de oro… llevamos 20 años cuadrando la integración y seguimos en las mismas. Siempre aparece el motivado de diciembre: “Mi gente, ¡este año sí! Vamos a hacer la integración, confirmen asistencia”. Todos ponen ‘de unaaa’ y al final nadie aparece. Nos volvemos a ver en 2030, cuando salga otro espontáneo con el mismo cuento y termine siendo un grupo de WhatsApp lleno de stickers y memes de ‘hoy si”

Pero bueno, el intento no se pierde. Tal vez cuando estemos jubilados, sin achaques (mentira, con más achaques que nunca), ahí sí nos veamos en la bendita integración. Hasta entonces, sigamos creyendo en ese milagro.

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