¿Que por qué me gusta tanto el Carnaval?

vas a escuchar a un barranquillero decir esta vaina: “Estoy mamado del Carnaval, mejor me voy pa’ otro lado a pasarlo”, pero joda, seamos sinceros… ¡Barranquillero que se respete lleva el Carnaval en la sangre! Desde el vientre uno ya escucha los ritmos de los tambores y siente la energía de los quilleros al hablar del Carnaval de Curramba.

Hoy, hablando con mi llave de toda la vida, el papá de mi hermosa ahijada Helena, me dio por recordar con alegría esos tiempos de pelao’, cuando esperábamos con ansias que llegara el viernes de Carnaval. Nos llenábamos de provisiones, comprábamos bolsitas de boli, maicena, y nos retábamos con los edificios de al lado. La guerra era entre Las Brisas, Portales de Sevilla, Santa Inés y Liverpool. Las casas de enfrente eran del team Las Brisas, y eso parecía una batalla campal, pero en vez de pólvora, lo que volaba era agua y bacanería.

Desde el viernes por la tarde, después del desfile carnavalero, nos reuníamos en el parqueadero a llenar las bolsitas con agua. Siempre había un man que se le reventaban todas en la mano (yo), y otro más avispado que entre distracciones te explotaba una bolsa en la espalda, dejándote la marca roja, igualita a la que dejaban los balones Mikasa.

El sábado en la mañana, desde las 11:00 a.m., se escuchaban los gritos de guerra de agua. Lo bacano era que aquí no había ganadores ni peleas, bueno, una que otra, pero al final todos quedábamos mojados, contentos y listos para cerrar el día con un partidito de fútbol o jugando a las escondidas. Todo se acababa cuando alguna mamá salía regañando y decía: ”¡Ya es tarde, mijito, usted no se manda solo!”.

Cuando llegó la adolescencia, uno esperaba el Carnaval pa’ las famosas minitecas. Siempre caíamos en el patio de alguien; en este caso, Tatiana Malo pagaba los platos rotos. Le llenábamos la casa de maicena y agua, y dizque “bailábamos” reguetón… pero to’ el mundo con el mismo pasito y el mismo bembé. Siempre había un enbarillao, ese tronco que no sabía bailar y tenía menos ritmo que una locomotora (nuevamente, yo). Pero me valía tres lo que la gente pensara, la bacanería era que entre amigos nos hacíamos la segunda con las pelaitas. No existía la depresión ni la tristeza, solo alegría y jocosidad.

Por eso digo, el Carnaval de Barranquilla forma a los quilleros con ese espíritu alegre y bacano, una esencia que nunca va a cambiar.

Ahora, a mis 37 años, me acuerdo de esos carnavales de pelao’ y me da una risa que no joda. Si algún día llego a tener hijos, espero que saquen esa misma chispa que yo tenía, que no me salgan con que “ay, papi, pero no hay WiFi” o ”¿dónde se descarga la aplicación pa’ jugar la guerra de agua?”. No, mijitos, aquí se llenan las bolsitas, se corre, se moja y se goza. Que la tecnología esos días pase pa’ un segundo plano y que el único algoritmo que usen sea el de encontrar la mejor esquina pa’ emboscar a los del edificio de al lado.

¡Que viva el Carnaval, carajo! ¡Y el que no lo goce, que se quede en la casa con la abuela viendo novelas!

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